No hago mi trabajo sabiendo lo que voy a hacer. Prefiero el riesgo de lo impreciso, el peligro de no ir a ninguna parte, las posibilidades de quedar extraviado; tal vez en esos circuitos poco definidos es donde mejor me siento. Alejandro González
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Las obras actuales de Alejandro González ocupan un espacio indeterminado entre la pintura, el objeto y la instalación. Poseen imágenes, materiales plásticos y textos, ostentan volúmenes concretos, adoptan un lugar contundente sobre la pared. Amalgaman recursos visuales, expresivos, comunicativos, sensoriales, significativos. Y, sin embargo, no resuelven su sentido en una única manifestación por un motivo muy simple: la negativa de su autor de responder a las exigencias habituales de la interpretación.
González las denomina objetos imprecisos. En esta decisión, tan llana como esquiva, evidencia los cimientos de un programa que involucra tanto al corazón de la experiencia estética como a su intérprete y su vínculo con la realidad. En palabras del artista:
Mis trabajos son objetos imprecisos pues pretenden producir horizontes de posibilidades no fijados. Son sospechosos de contrasentido, de deshacer – al menos momentáneamente – los nexos de aquello que nos vincula a un sentido de lo común producido convenidamente, un sentido derivado de un mal reparto de lo común llevado a cabo por estructuras coercitivas. Mis obras son sospechosas porque no generan ninguna certeza, se encuentran suspendidas, son sumamente indeterminadas y, por lo tanto, inquietantes.
Desde un punto de vista plástico, las piezas recurren a los elementos tradicionales de la pintura, no sólo a sus materiales – telas, esmaltes, estructuras de soporte, etc. – sino también a sus recursos expresivos – imágenes, textos, pinceladas, chorreaduras, valores cromáticos, formas, espacio pictórico, etc. –. Pero todo esto se somete a un pliegue, a una distorsión de la superficie compositiva que conmueve el campo significante hasta desplazar a un segundo plano su capacidad de decir. González insiste en la necesidad de suspender el relato, de perturbar la voluntad interpretativa con el fin de poner al desnudo los mecanismos dominantes de la representación. De esta manera, frustra el imperativo de inteligibilidad mediante un simulacro al que califica de “agonía de la mirada”.
El poeta cubano Severo Sarduy afirma que “la máscara nos hace creer que existe una profundidad, pero lo que ésta enmascara es a ella misma”. En las obras de Alejandro González sucede algo similar: sus imágenes retorcidas parecieran sugerir que hay un sentido escondido, un ordenamiento legible o una revelación última, potenciada muchas veces por la fuerza de las palabras impresas sobre las telas o los títulos que las nominan, pero todo esto no hace sino desviar la atención del verdadero objeto que es lo que está a la vista. No hay nada que buscar por detrás o al interior de las piezas porque ellas mismas, en su capacidad de impedir una y otra vez el acto interpretativo, son las protagonistas. Y en la medida en que operan en contra del poder coercitivo de la significación artística, podríamos decir que son “máquinas de guerra”, en los términos desarrollados por Gilles Deleuze y Félix Guattari.
A Deleuze debemos otro concepto que aporta a la comprensión del trabajo de González: el pliegue. En particular, en lo que refiere a la complejidad y multiplicidad de las capas de sentido que se acumulan en su lectura. “Lo múltiple no sólo es lo que tiene muchas partes – asegura el filósofo – sino lo que está plegado de muchas maneras”. En efecto, en las obras del artista cubano, los dobleces actúan con el fin de intrincar la interpretación, pero sólo en la medida en que esa dificultad diversifica y enriquece las lecturas posibles. “Explicar-implicar-complicar forman la tríada del pliegue”.
De todo esto se deduce que el espectador cumple un rol fundamental, ineludible. Todo el dispositivo estético se construye para involucrarlo y hacerlo partícipe del proceso significativo. Sin embargo, en esta invitación hay una trampa, porque la información a la cual aquél tendrá acceso está delimitada por el despliegue de la obra, por lo que ella exhibe, pero también, por lo que oculta. No es el intérprete quien configura su perspectiva visual, sino que ésta se encuentra predefinida, de alguna manera, en la obra misma. “El punto de vista no varía con el sujeto, al menos en primer lugar; al contrario, es la condición bajo la cual un eventual sujeto capta una variación (metamorfosis)”. En este sentido, la experiencia estética – y significativa – será el resultado de un conjunto de negociaciones, entre la obra artística y la mirada, un objeto y un sujeto, el artista y el observador.
Creo que lo que oculta cada imagen no es otra cosa que la desaparición del mundo que, en tal caso, solo llega a ser en su representación. Alejandro González
Los tópicos de la mirada, la lectura, la representación y su relación con el mundo ocupan un lugar central en los trabajos del artista. Cada obra es un escenario sensible en el cual se des-pliega una batalla por la configuración del sentido.
En sus notas, González plantea la necesidad de “cuestionar los marcos históricos de la mirada” y de “trastornar las superficies ordenadas”. El primer objetivo lo lleva a confrontar la ficción del proceso significativo. Al hacerlo, tiene el cuidado de no reemplazar una ficción con otra; en cambio, apunta a su anulación mediante la frustración permanente de la identificación visual y la puesta en primer plano de la dificultad del acto de observación e interpretación. Aquí son importantes el retaceo de las imágenes, su ilegibilidad y su permanente ocultamiento tras dobleces, deformaciones, arrugas, estrujamientos y sombras.
El segundo objetivo se pone de manifiesto en otro tipo de traducción plástica. Se evidencia, principalmente, en la voluptuosidad de las telas estrujadas que encarnan, al mismo tiempo, el gesto político que anula la representación y el efecto seductor de lo sugerente – la invitación a tocar, descubrir, inferir, desplegar. En ambos casos se encuentra la implicación de un cuerpo – que a veces es el del artista, y otras, el del público. Las obras poseen un carácter performativo que las arranca del lugar del objeto para desplazarlas hacia el del acontecimiento. Un acontecimiento que no disimula ciertos grados de violencia, disputa y conmoción.
Finalmente, habría que destacar el carácter actual, profano, de estas piezas, que no se proyectan hacia el campo imaginativo o ilusorio, sino que están ancladas en el presente. Su cualidad performativa afianza el reemplazo de la ficción por la experiencia. En este movimiento, los trabajos de Alejandro González nos arrancan de la comodidad narrativa para arrojarnos a la imprecisión de la vida misma.
Notas
Alejandro González, Notas de trabajo, inédito, 2023.
Ibidem.
Ibidem.
Severo Sarduy, Ensayos generales sobre el barroco, Buenos Aires, FCE, 1987, p.262.
Gilles Deleuze y Félix Guattari desarrollan este concepto en el libro Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (1980). Georges Didi-Huberman lo vincula con el arte y sus manifestaciones en el ensayo “La exposición como máquina de guerra” (Revista Minerva, 16, Madrid, 2011), en el cual afirma: “Los aparatos del Estado están del lado del poder, las máquinas de guerra están del lado de la potencia. Una exposición no debe tratar de tomar el poder sobre los espectadores, sino proporcionar recursos que incrementen la potencia del pensamiento”.
Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989, p.11.
Ibidem, p.36.
Ibidem, p.31.
Alejandro González, op.cit., 2023.
Ibidem.
Selección