Alejandro González Art
Los combinados de piedra Por: Carlos Jaime Jiménez


Aunque sabemos que, en última instancia, prácticamente todo arte es político, hay una diferencia entre serlo de manera reactiva y abrazar expresamente dicho propósito. Y resulta casi imposible plantearse un tipo de creación que discurse sobre dinámicas sociales, refiriendo la proyección simbólica asociada a estas, así como sus manifestaciones físicas, sin incorporar la dimensión política, ya sea a través de un roce o de una embestida frontal. En la obra de Alejandro González (La Habana, 1975), aún las piezas más sutiles conservan la fuerza suficiente como para causar desequilibrio,su vocación es la del grito silencioso que, no obstante, conserva la capacidad de ensordecer temporalmente. Solo que aquí el objetivo no es tanto aturdir como llamar la atención sobre aspectos de la realidad que claman ser modificados, o cuando menos, repensados.

La ciudad, como epicentro y reactor de buena parte de las relaciones culturales y sociopolíticas que configuran la sociedad actual, constituye un elemento central en el trabajo de A. González, cobrando un particular relieve simbólico en las obras de Proyecto Procesual, realizado con la colaboración de Yeny Casanueva. Las mismas funcionan como una suerte de condensador de diferentes ideas, ecos superpuestos de los criterios de los creadores y de los posibles aportes de un público al cual le son presentadas una serie de piezas con una notable economía retórica, que aspiran a ser completadas y continuadas a partir de la colaboración intersubjetiva con el receptor. Este es el caso de la serie Broken, donde con un rigor expresivo cercano al minimal, se hace referencia a conceptos y lugares comunes (en sentido literal y metafórico, en el caso de estos últimos) –mayormente asociados al entorno urbano y sus imaginarios– que se traslapan y superponen, revelándose como lo que en realidad son: estructuras que tienden a permanecer estáticas, influyendo en nuestra percepción y accionar en tanto seres sociales. La modificación o transgresión de dichas estructuras en la práctica, son actos que demandan una reflexión previa, que revele su carácter arbitrario. En este sentido, las obras pueden llegar a funcionar como un espejo cóncavo, desde el cual reflejar imágenes que obedecen a una lógica de representación fracturada, modulada por las presiones y encubrimientos del poder, encarnado en los diversos sistemas que regulan la sociedad.

En el caso de series como Pragmático, la ciudad es referida una vez más como espacio a la vez físico e ideal. La misma puede ser abstraída incluso como una suerte de palimpsesto en el cual se superponen todo tipo de ejercicios de violencia simbólica, signados por el poder político, y que van desde la selección y legitimación de lo que puede ser considerado como patrimonial, hasta la anulación de la capacidad crítica y transformadora del ciudadano común con respecto al entorno construido que lo circunda.

Hasta aquí estamos en presencia de un proceso común en el terreno de la producción artística contemporánea, pero con la particularidad de que, los trabajos aludidos conservan una suerte de tono característico, un filo que obliga a manejarlos con cuidado. Y es que los artistas no se adscriben pasivamente al anything goes manoseado y malentendido por la teoría cultural y el arte posmodernos. Hay una toma de posición y una conciencia crítica, cuya operatividad, así como sus límites, son identificables tanto en la postura de los artistas como en las obras. La aparente imposibilidad de fracturar el sistema a través de la simple reproducción de sus dinámicas, y el agotamiento de este recurso –explorado en profundidad por creadores como Jeff Koons– es reconocida por los propios autores en el catálogo de una de sus exposiciones, sin embargo, tampoco pretenden enunciar una alternativa probada, o un modelo estable y eficaz de arte político. Sobre todo, porque la misma enunciación de dicho modelo va en contra de la esencia paradójica de un arte que, siguiendo a Jacques Ranciere, aspira a basarse en la ruptura y el disenso, al tiempo que establece una distancia estética que lo preserva de ser objetualizado.

Ante la performance de los medios al servicio del poder, el espectador necesita despertar y tomar parte, puesto que la propia lógica de las dinámicas sociales contemporáneas, lo convierten, por defecto, en participante de un simulacro a escala masiva y, por tanto, en receptor de un cúmulo de información y estímulos que, de no actuar críticamente sobre ellos, automatizan tanto la mirada como el acto. La noción de ser juez y parte nunca ha resultado tan peligrosa y alarmante como en la actualidad, y las piezas de la serie Constitucional constituyen una metáfora sumamente apta para ilustrarlo. Estas calaveras conectadas por cables e iluminadas por el neón, ilustran una condición de la cual hoy resulta cada vez más difícil escapar: la de interlocutores mudos en una conversación que transcurre en bucles, seducidos por un discurso rutilante, pero vacío. Es preciso proponernos olvidar lo aprendido y comenzar a hablar fuera de turno.