Aunque sabemos que, en última instancia, prácticamente todo arte es
político, hay una diferencia entre serlo de manera reactiva y abrazar
expresamente dicho propósito. Y resulta casi imposible plantearse un tipo de
creación que discurse sobre dinámicas sociales, refiriendo la proyección
simbólica asociada a estas, así como sus manifestaciones físicas, sin
incorporar la dimensión política, ya sea a través de un roce o de una
embestida frontal. En la obra de Alejandro González (La Habana, 1975), aún
las piezas más sutiles conservan la fuerza suficiente como para causar
desequilibrio,su vocación es la del grito silencioso que, no obstante, conserva
la capacidad de ensordecer temporalmente. Solo que aquí el objetivo no es
tanto aturdir como llamar la atención sobre aspectos de la realidad que
claman ser modificados, o cuando menos, repensados.
La ciudad, como epicentro y reactor de buena parte de las relaciones
culturales y sociopolíticas que configuran la sociedad actual, constituye un
elemento central en el trabajo de A. González, cobrando un particular relieve
simbólico en las obras de Proyecto Procesual, realizado con la colaboración
de Yeny Casanueva. Las mismas funcionan como una suerte de condensador
de diferentes ideas, ecos superpuestos de los criterios de los creadores y de
los posibles aportes de un público al cual le son presentadas una serie de
piezas con una notable economía retórica, que aspiran a ser completadas y
continuadas a partir de la colaboración intersubjetiva con el receptor. Este es
el caso de la serie Broken, donde con un rigor expresivo cercano al minimal,
se hace referencia a conceptos y lugares comunes (en sentido literal y
metafórico, en el caso de estos últimos) –mayormente asociados al entorno
urbano y sus imaginarios– que se traslapan y superponen, revelándose como
lo que en realidad son: estructuras que tienden a permanecer estáticas,
influyendo en nuestra percepción y accionar en tanto seres sociales. La
modificación o transgresión de dichas estructuras en la práctica, son actos
que demandan una reflexión previa, que revele su carácter arbitrario. En este
sentido, las obras pueden llegar a funcionar como un espejo cóncavo, desde
el cual reflejar imágenes que obedecen a una lógica de representación
fracturada, modulada por las presiones y encubrimientos del poder,
encarnado en los diversos sistemas que regulan la sociedad.
En el caso de series como Pragmático, la ciudad es referida una vez más
como espacio a la vez físico e ideal. La misma puede ser abstraída incluso
como una suerte de palimpsesto en el cual se superponen todo tipo de
ejercicios de violencia simbólica, signados por el poder político, y que van
desde la selección y legitimación de lo que puede ser considerado como
patrimonial, hasta la anulación de la capacidad crítica y transformadora del
ciudadano común con respecto al entorno construido que lo circunda.
Hasta aquí estamos en presencia de un proceso común en el terreno de la
producción artística contemporánea, pero con la particularidad de que, los
trabajos aludidos conservan una suerte de tono característico, un filo que
obliga a manejarlos con cuidado. Y es que los artistas no se adscriben
pasivamente al anything goes manoseado y malentendido por la teoría
cultural y el arte posmodernos. Hay una toma de posición y una conciencia
crítica, cuya operatividad, así como sus límites, son identificables tanto en la
postura de los artistas como en las obras. La aparente imposibilidad de
fracturar el sistema a través de la simple reproducción de sus dinámicas, y el
agotamiento de este recurso –explorado en profundidad por creadores como
Jeff Koons– es reconocida por los propios autores en el catálogo de una de
sus exposiciones, sin embargo, tampoco pretenden enunciar una alternativa
probada, o un modelo estable y eficaz de arte político. Sobre todo, porque la
misma enunciación de dicho modelo va en contra de la esencia paradójica de
un arte que, siguiendo a Jacques Ranciere, aspira a basarse en la ruptura y el
disenso, al tiempo que establece una distancia estética que lo preserva de ser
objetualizado.
Ante la performance de los medios al servicio del poder, el espectador
necesita despertar y tomar parte, puesto que la propia lógica de las
dinámicas sociales contemporáneas, lo convierten, por defecto, en
participante de un simulacro a escala masiva y, por tanto, en receptor de un
cúmulo de información y estímulos que, de no actuar críticamente sobre
ellos, automatizan tanto la mirada como el acto. La noción de ser juez y parte
nunca ha resultado tan peligrosa y alarmante como en la actualidad, y las
piezas de la serie Constitucional constituyen una metáfora sumamente apta
para ilustrarlo. Estas calaveras conectadas por cables e iluminadas por el
neón, ilustran una condición de la cual hoy resulta cada vez más difícil
escapar: la de interlocutores mudos en una conversación que transcurre en
bucles, seducidos por un discurso rutilante, pero vacío. Es preciso
proponernos olvidar lo aprendido y comenzar a hablar fuera de turno.